El divorcio es una experiencia vital muy dolorosa. Supone la interrupción de un proyecto de vida orientado la creación de una familia, un proyecto basado en el afecto mutuo que se inicia con gran ilusión y sobre el que se vuelcan expectativas de acompañamiento y desarrollo personal, además de involucrar patrimonio. No es fácil aceptar que la pareja a la que entregamos durante tanto tiempo amor y confianza, emprenderá un nuevo camino del que ya no formaremos parte, con nuevas personas, experiencias y situaciones que no podremos compartir. Tampoco es fácil aceptar que la crianza, en el caso de existir hijos, ya no será conjunta y que en ella se verá involucrada la pareja del padre o de la madre, con valores que no siempre son compatibles con los nuestros.
La adaptación a una nueva realidad marcada por la pérdida y el conflicto genera en cada uno de los miembros de la pareja rota un impacto psicológico profundo.A nivel fisiológico, el desamor activa los mismos circuitos neuronales que cuando se sufre de adicción a una droga, desatando una cascada de hormonas que provocan emociones intensas, a veces oscilantes y extremas. Los problemas reales derivados de la separación de la pareja, como el estrés del proceso judicial, la merma económica, las preocupaciones por la custodia y el bienestar de los hijos, la necesidad de buscar un trabajo o una nueva vivienda, hacen que las personas que se desligan no dispongan hasta mucho después de que recaiga sentencia definitiva de oportunidades reales para elaborar su duelo y tomar las medidas necesarias para sanar las heridas que abre una ruptura (rechazo, abandono, etc.). Si el divorcio es conflictivo y se judicializa habrá frecuentes recaídas,con fluctuaciones en el estado de ánimo en forma de dientes de sierra.
Es habitual detectar cuatro fases emocionales en el proceso de divorcio: negación y aislamiento, que no son más que formas de protegerse transitoriamente frente al impacto de lo sucedido; ira, con intensos sentimientos de odio, venganza y rencor; negociación, con intentos de comprender lo que ha sucedido y, a veces, de recuperar la relación; depresión, unida a la consciencia de que ya no es posible recuperar la relación; y, finalmente, aceptación de que la pareja no se puede recomponer y hay que mirar adelante con optimismo, organizando nuestra vida de modo constructivo, llenando los vacíos con nuevos proyectos.
Como vemos, las fases del divorcio son idénticas a las del duelo por la pérdida de un ser querido. Un duelo sano puede durar unos dieciocho meses. La recuperación post-divorcio puede ser, sin embargo, mucho más larga, sobre todo si el conflicto se prolonga en el tiempo.
Para transitar estas fases emocionales del divorcio puede ser conveniente pedir ayuda médica y psicológica o apoyarse en un experto en ruptura de pareja, incluso acudir a grupos de padres y madres separados si eso nos ayuda a sanar. Los creyentes pueden apoyarse en su confesor, que escuchará sin juzgar y ayudará a trabajar el perdón y la compasión. Aunque el rencor y la tristeza nos embargue, lo que empezó con amor ha de ser terminado con amor en la medida de lo posible. Vale la pena hacer el esfuerzo, por nuestro propio bien y el de nuestros hijos.
Una de las situaciones más tristes de los divorcios contenciosos sucede cuando el padre o la madre que se divorcia pide a uno de sus hijos que comparezca como testigo en el juicio. La testifical del hijo o de la hija está orientada a probar los hechos que una parte alega contra la otra y que, lógicamente, operan en su detrimento del contrario. Muchas veces, cuando existen menores a cargo de uno de los padres, lo que se pretende probar es la falta de competencias parentales para fundamentar una reclamación de custodia monoparental, una custodia compartida o incluso la privación de la patria potestad, lo que incide directamente en la relación del padre confrontado con su hijo o hijos.
La solicitud de la prueba realizada por una de las partes ha de ser admitida por el Juez de familia. Una vez admitida, el testigo tiene la obligación de comparecer y responder a las preguntas del Juez, advertido de las consecuencias penales de faltar a la verdad. Ambas partes, los padres están presentes, escuchando las respuestas del hijo común, por lo general un adolescente o mayor de edad dependiente económicamente.
Pasar por el trance de un divorcio contencioso en el que el oponente judicial, la antigua pareja, llama al hijo común como testigo, genera un gran impacto emocional en la parte en cuya contra opera la declaración de su hijo, pero también en que el propio testigo. El adolescente o joven puede sentirse abocado a un conflicto de lealtades, verse entre la espada y la pared, lo que se agrava si vive con uno de los padres y depende económicamente del padre que le convoca, como suele o puede suceder. Esta situación, la de verse involucrado a la fuerza en un conflicto que no ha deseado y saber que su declaración puede operar a favor de un padre y en detrimento del otro, puede ser traumática y condicionar de manera muy negativa la visión de la pareja del joven o adolescente, sus relaciones afectivas presentes y futuras e incluso la convivencia con el padre que recibe la declaración en su contra.
Con cierta frecuencia también ocurre que el hijo o hija aprovecha su posición como testigo para sentirse legitimado y respaldado sobre las opiniones negativas que tiene contra uno de los progenitores. Al encontrar un público con autoridad y poder sancionador, puede verter toda clase de críticas larvadas en lugar de limitarse a testificar sobre ciertos hechos, sin pensar en que sus declaraciones pueden tener consecuencias que incluso pueden redundar en su propio perjuicio. Podemos imaginar los sentimientos del padre o la madre que recibe toda esa retahíla de reproches y ve cómo sus competencias son cuestionadas delante de un Juez cuya resolución afectará a aspectos que considera esenciales en su vida.
Ante esta situación, y si somos la parte que recibe esta declaración negativa, debemos actuar con madurez. Aunque sea difícil dominar nuestros sentimientos y percibamos la situación como injusta e inmerecida, incluso si finalmente la declaración de nuestros hijos tiene algún peso sobre el proceso, sería un error sancionar al hijo que concurre como testigo retirándole el afecto. Hemos de pensar que nuestro divorcio no ha sido una situación deseada por nuestro hijo como tampoco el verse involucrado en un conflicto que repercute en su calidad de vida.
Apelar a la testifical de nuestro hijo es una medida extrema de gran impacto emocional y escasa eficacia procesal. Los jueces y fiscales no ignoran que los conflictos propios de la convivencia, de la imposición de límites o el propio estrés judicial convierten a los adolescentes y jóvenes en testigos poco fiables. Nuevamente apelamos a la cordura y a tomar como partes el control de nuestro proceso. Aunque nuestro letrado nos aconseje esta medida, hemos de ponderar las circunstancias. Como padres responsables, deberíamos evitar recurrir a esta prueba por su impacto sobre el hijo, a menos que concurran graves falta de competencia y habilidades parentales y no haya otro modo de acreditarlas.
Recordemos que en un pleito de familia no hay partes que ganen o que pierdan. Las personas que se ven en una sala de juicio y se confrontan han estado unidas en el pasado y continuarán unidas en el futuro por causa de los hijos comunes. Recordemos que, aunque la pareja se separa, la familia continúa.